Con el transcurrir de los días, me doy cuenta que el viaje no solamente comenzó para mis pies, también (y principalmente) para mi cabeza.
Metáfora de mi cabeza |
De a poco, y sin buscarlo, mi verborragia habitual va quedando atrás, y me sorprendo observando el trabajo de las hormigas en busca de alimento, el movimiento de los musgos sobre una roca bailando al ritmo de la corriente, o riéndome de los raros peinados viejos de las aves que vamos cruzando.
Estos particularmente están peinados a la gomina |
De a poco desaparecen los recuerdos del trabajo, compromisos, responsabilidades, horarios y rutinas habituales.
Todavía no sé si pienso mucho más, o sólo diferente. Inevitablemente te plantás de cara al reloj, y emprendés una guerra al tiempo.
Esquivás las agujas que intentan golpearte segundo a segundo, hasta que estás lo suficientemente cerca y se las arrancas. Una vez así, más relajado, los recuerdos fluyen, mezclados, anárquicos, cayendo cuando menos los esperas.
Y de golpe vas caminando a la vera de un río, buscando ramas para hacer el fuego de la noche, donde vas a preparar un guisito, y sin querer te ves metido en un momento que no es tuyo, un segundo que podés robarte porque ese artilugio mecánico ya no te está atando.
Entonces te sentas ahí, en una piedra, en completo silencio, sos un simple voyeur de la situación, y observas como un niño, de no más de cinco años, grita “¡Perro! ¡Perro!”, se agacha, busca las piedras más grandes que sus brazos pueden sostener y las tira al río. Los tres callejeros, que comparten la escena, toman actitudes diferentes. Uno, ladra sin parar, mordisqueando el agua una y otra vez. Otro, desde la orilla toca el río con su pata, pero no se atreve a entrar. Y el último, se sumerge cual buzo entrenado, mete su cabeza lo más profundo que puede. Realmente necesita encontrar esa piedra, no importa que sea demasiada pesada para su boca, no se detiene hasta lograrlo, y la lleva a la orilla. Y ahí sí, ladra al niño para que repita la acción, y así seguir su búsqueda del tesoro.
Saco la cámara y me apropio de ese momento.
Volvemos al camino, levanto otra rama seca. Recuerdo un instante, diferente, similar, que no sé si tiene que ver con el recién vivido. En algún punto mi psiquis los ata, como dos momentos llenos de belleza.
Estoy trabajando, llevo en la camioneta no sé qué a no sé dónde. El semáforo me detiene en Callao y Lavalle. Sobre la vereda una señora pide limosnas con un niño sobre sus piernas (demasiado pequeño para ser su hijo) probablemente su nieto. Por la misma vereda una travesti (producida cual diva) apura su paso hasta la señora, se agacha y saca de su cartera un paquete de galletitas, lo abre y se lo entrega al niño.
Sonríe, le dice unas palabras a la señora que no llego a entender. Una bocina me marca el cambio del semáforo. Yo quiero terminar la escena. Más bocinas. Arranco despacio, mientras ella le da un beso en la cabeza al niño. Me voy con una sonrisa sin sentido en la cara.
Sigo caminando, recojo otra rama, y me llena de fuerza saber que los instantes mágicos están ahí, esperándonos donde sean que estemos. Simplemente tenemos que romper el reloj en nuestras cabezas.
Ni la olla pinchada detuvo el guiso. |
Nota al pie: Queridos amigos, no se preocupen por mí, sigo siendo un “heater”.
Pumba
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